A veces sí me desespera, me desespera dar dos pasos hacia delante y trescientos hacia atrás, a veces me pierdo pensando en que no es posible que habiendo avanzado tanto como avancé vuelva e insista en cometer siempre las mismas acciones.
Eso, es a veces.
Otras, me acepto, sé quien soy y adónde voy (o eso creo) y sé que hay momentos de dudas y de contradicciones.
El ser humano es, por esencia, un ser contradictorio, deseamos una cosa y hacemos otra, pensamos algo y al minuto pensamos todo lo contrario y eso es así por más que religiones, sociedades o familias enteras pretendan hacernos ver lo contrario…la diferencia estriba en el valor que tengas para asumirlo.
Porque no es fácil, no es nada fácil asumir que hoy piensas y sientes de un modo y que mañana puedes sentir todo lo contrario, no es fácil aceptar que tus sentimientos y tus pensamientos como energía que son, no se crean ni se destruyen, sino que sólo se transforman y que tu Ser no es en absoluto dueño de esa transformación.
Porque asumir eso es demasiado complicado, por no decir, imposible.
Porque es más fácil considerar que la vida es segura, estable y “sensata” y que nada es caduco, sino que todo es y será siendo como nos gusta observarlo actualmente.
Lamentable o afortunadamente no es así.
Mi vida, mi corazón, mi cerebro, mis impulsos, mis sentimientos, mis pensamientos cambian, varían y fluctúan y no sé si eso será sí hasta el fin de esta existencia o en algún momento esa dinámica cesará.
El problema está en que no aceptamos o no queremos aceptar esos cambios, porque sencillamente, no está “bien”.
Siempre he abogado por la libertad de sentimientos, de pensamientos y de acción aún a riesgo de no saber muy bien a dónde nos lleva esa senda…este extracto del libro “Verónica decide morir” de Paulo Coelho habla sobre la incapacidad de sobreponerse a la rutina…y sobre la falta de aceptación de los propios anhelos:
“La mujer lo miró sorprendida. El doctor Igor vio que había conseguido distraerla, y continuó:
—Vea bien: usted viene aquí no para saber cómo está su hija, sino para disculparse por el hecho de que intentara suicidarse. ¿Cuántos años tiene ella?
—Veinticuatro.
—Es decir, es una mujer madura, vivida, que ya sabe bien lo que desea y es capaz de hacer sus elecciones. ¿Qué tiene que ver eso con su casamiento o con el sacrificio que usted y su marido hicieron? ¿Cuánto tiempo hace que ella vive sola?
—Seis años.
—¿Lo ve? Independiente hasta la raíz del alma. Pero porque un médico austríaco, el doctor Sigmund Freud, estoy seguro de que usted habrá oído hablar de él, escribió sobre estas relaciones enfermizas entre padres e hijos, hasta hoy todo el mundo se culpa de todo. ¿Acaso los indios piensan que un hijo que se convirtió en un asesino es una víctima de la educación de los padres? ¡Contésteme!
—No tengo la menor idea —respondió la mujer, cada vez más sorprendida con la actitud adoptada por el médico. Pensó que tal vez él se hubiese contagiado de sus propios pacientes.
—Pues voy a darle la respuesta —dijo el doctor Igor—. Los indios piensan que el asesino es culpable, y no la sociedad, ni sus padres ni sus antepasados. ¿Se suicidan los japoneses porque un hijo de ellos ha decidido drogarse y salir disparando? La respuesta también es la misma: ¡No! Y vea que, según me consta, los japoneses se suicidan por cualquier cosa; sin ir más lejos, el otro día leí una noticia de que un joven se mató porque no consiguió pasar el examen de ingreso en la universidad.
—¿Podré hablar con mi hija? —preguntó la mujer, que no estaba interesada en japoneses, indios ni canadienses.
—En seguida —repuso el doctor Igor, algo irritado por la interrupción. Pero antes quiero que entienda usted una cosa: dejando aparte algunos casos patológicos graves, las personas pierden la razón cuando intentan huir de la rutina. ¿Lo ha entendido?
—Lo entendí muy bien —respondió ella—. Y si usted piensa que no seré capaz de cuidar de mi hija, puede quedarse tranquilo: yo nunca intenté cambiar mi vida.
—Qué bien —el doctor Igor mostraba un cierto alivio—. ¿Imagina usted un mundo en el que, por ejemplo, no estuviésemos obligados a repetir todos los días de nuestras vidas lo mismo? Si decidiéramos, por ejemplo, comer solamente cuando tuviéramos hambre: ¿cómo se organizarían las amas de casa y los restaurantes?
«Sería más normal comer sólo cuando tuviésemos hambre», pensó la mujer, pero no dijo nada, temerosa de que le prohibiesen hablar con Veronika.
—Sería una confusión muy grande —dijo ella—. Yo soy ama de casa y lo comprendo muy bien.
—Entonces tenemos el desayuno, el almuerzo y la cena. Debemos despertarnos a una determinada hora todos los días, y descansar una vez a la semana. Existe la Navidad para hacer regalos, la Pascua para pasar tres días en el lago. ¿A usted le gustaría que su marido, sólo porque le entró un arrebato de pasión, quisiera hacer el amor en la sala?
«¿De qué está hablando este hombre? ¡Yo vine aquí para ver a mi hija!»
—Me entristecería —respondió la madre de Veronika con mucho cuidado, esperando haber acertado.
—¡Muy bien! —bramó el doctor Igor—. El lugar para hacer el amor es la cama. Si no, estaremos todos dando mal ejemplo y propagando la anarquía.”
Cada vez que mi Ser me pide que me atreva a hacer algo diferente y mi razón intenta frenarme, recuerdo este extracto de Coelho, eso me da fuerzas para saber que yo soy un ser único, diferente, que no tengo porqué estar sometida a los patrones estándares que pretenden domesticarme y que, ante todo, dispongo de la libertad de obrar, sentir y pensar como mi propio Juez interno establezca.
Un besazo lleno de cariño y feliz martes.
Te quiero, Hoy y Siempre.